Vivo en un pueblo muy religioso. Un pueblo en el que mucha gente vive por y para la Semana Santa, pensando y hablando de Semana Santa durante todo el año.
Tres meses antes de que dé comienzo dicha Semana, las calles de mi pueblo se ven literalmente invadidas por unos curiosos cubículos de madera que llaman palcos, y que sirven para que unos cuantos puedan ver las procesiones con gran comodidad, mientras el resto se afana en levantar la cabeza por encima de los mismos intentando vislumbrar algo. Por cierto, que dichos palcos cumplen otra relevante función: que sus ocupantes sean vistos por todos, con sus mejores ropas y alhajas.
La Semana Santa de mi pueblo, salvo un par de excepciones, no tiene personalidad propia: es una copia pobre de la de Sevilla capital, llegando incluso a oírse (sólo en estos días) la frase más genuinamente sevillana: "mi arma...".
Mi pueblo destina grandes recursos, económicos, humanos y de infraestructuras de cara al mayor realce y éxito de la Semana Santa, sin escatimar en medios. No en vano, buena parte de los miembros de la corporación municipal son cargos relevantes de las principales hermandades o cofradías locales.
Dicen que la Semana Santa proporciona dinero a los comercios y bares del Centro de mi pueblo, pero yo creo que eso no es cierto. La gente se gasta el dinero en el palco y en ropa, pero luego de ver las procesiones se van corriendo a casa, sin tomar una mísera cerveza.
Si toda la energía, los recursos y la participación ciudadana que supone la Semana Santa de mi pueblo se invirtiera en otra cosa más productiva o más solidaria, mi pueblo sería otro, seguramente más próspero, más pujante y menos pueblo.
Pero eso es lo que hay, por tanto lo mejor que puedo hacer yo y los que pensamos como yo, es quitarnos esos días del medio.
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